*Gaby L.C.*

Cada año, al llegar noviembre, México se cubre de color. Las flores de cempasúchil pintan los caminos, el aroma del incienso invade las calles y las casas se llenan de velas que iluminan el camino de quienes ya partieron. El Día de Muertos no solo es una de las festividades más emblemáticas del país, sino un reflejo de la manera en que los mexicanos entendemos la vida, la muerte y la memoria.
Se relata que en la época prehispánica el culto a la muerte era uno de los elementos básicos de la cultura, cuando alguien moría era enterrado envuelto en un petate y sus familiares organizaban una fiesta con el fin de guiarlo en su recorrido al Mictlán. De igual forma le colocaban comida que le agradaba en vida, con la creencia de que podría llegar a sentir hambre.
Es por ello, que el Día de Muertos en la visión indígena implica el retorno transitorio de las ánimas de los difuntos, quienes regresan a casa, al mundo de los vivos, para convivir con los familiares y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares puestos en su honor. En esta festividad la muerte no representa una ausencia sino a una presencia viva; la muerte es un símbolo de la vida que se materializa en el altar ofrecido.

Los antiguos mexicas, mixtecas, texcocanos, zapotecas, tlaxcaltecas, totonacas y otros pueblos originarios de nuestro país, trasladaron la veneración de sus muertos al calendario cristiano, la cual coincidía con el final del ciclo agrícola del maíz, principal cultivo alimentario del país. La celebración se lleva a cabo los días 1 y 2 de noviembre ya que esta se divide en categorías: De acuerdo con el calendario católico, el 1 de noviembre corresponde a Todos los Santos, día dedicado a los “muertos chiquitos” o niños, y el día 2 de noviembre a los Fieles Difuntos, es decir, a los adultos.
Colocar la ofrenda es una costumbre donde se ponen altares que adornan y llenan de color así como de aromas los hogares de la República Mexicana; es una construcción simbólica, muestra de cariño para honrar a nuestros difuntos con una ofrenda en la que se disponen los platillos y bebidas que fueron las favoritas de las personas a lo largo de sus vidas.
La tradición también indica que, para facilitar el retorno de las almas a la tierra, se deben esparcir pétalos de flores de cempasúchil y colocar velas trazando el camino que van a recorrer para que estas almas no se pierdan y lleguen a su destino. En la antigüedad este camino llegaba desde la casa de las familias hasta el panteón donde descansaban sus seres queridos.

Cabe mencionar que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), declaró en 2008 esta festividad como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, por su importancia y significado en tanto se trata de una expresión tradicional -contemporánea y viviente a un mismo tiempo-, integradora, representativa y comunitaria.
El Día de Muertos es algo más profundo que los altares coloridos y las calaveritas de azúcar, esta tradición nos lleva a reflexionar sobre la muerte no como un final, sino como una etapa de un ciclo eterno, recordándonos que, mientras nuestros seres queridos vivan en nuestras memorias y corazones, nunca se habrán ido del todo. Es un puente entre el pasado y el presente, una fiesta que nos enseña a celebrar la vida recordando a quienes ya no están con nosotros.
