Juan O’Gorman es una de las figuras más importantes de la vida cultural de México en el siglo XX; su ingenio abarcó la pintura, el muralismo y por su puesto la arquitectura. Su legado conserva vigencia en el espacio público y la identidad cultural de México, un ejemplo de ello es el mural “Representación histórica de la cultura”, que engalana los muros externos de la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México —espacio que en conjunto con Ciudad Universitaria fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO en 2007— y que representa una muestra del porqué O’Gorman es considerado uno de los artistas más relevantes e influyentes de nuestro país.
Otra obra igual de sobresaliente es sin duda el conjunto que hoy es conocido como la Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo, un espacio resguardado por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura y que en 1998 fue declarado Patrimonio Artístico de la Nación. Este recinto representa uno de los momentos clave en la producción de Juan O’Gorman, pues es una de las primeras estructuras arquitectónicas funcionalistas en Latinoamérica. Este espacio, proyectado cuando el artista tenía tan solo 24 años y cuya forma responde completa y únicamente a la relación con su función utilitaria, es un reflejo de la influencia que Le Corbusier, uno de los más grandes exponentes de la arquitectura moderna, dejó en Juan O’Gorman a través de su obra.
Podríamos enumerar una gran cantidad de obras plásticas y arquitectónicas existentes que son constancia del talento, posturas y mirada revolucionaria de este pintor, arquitecto y pensador. No obstante, existe una obra de O’Gorman que demuestra que su legado resulta fundamental en la historia de la arquitectura en nuestro país; sin embargo, dicha obra no existe más que en la memoria de los registros fotográficos, planos y múltiples estudios que se han generado a raíz de la inquietud que dicho conjunto arquitectónico despierta por sintetizar parte del pensamiento y posturas teóricas de este gran arquitecto. Se trata de la llamada Casa-cueva, la última estructura arquitectónica realizada por Juan O’Gorman y denominada por el propio artista como “la obra arquitectónica más importante de su vida”1.
La también conocida como Casa O’Gorman, Casa del Pedregal o Casa-gruta comenzó a erigirse en 1948 bajo los postulados del organicismo, una forma de arquitectura que busca la armonía entre la construcción, su funcionalidad y la integración de dicha estructura en el entorno natural. Juan O’Gorman emprendió este proyecto influenciado por las posturas teóricas del arquitecto estadounidense Frank Lloyd Wright; asimismo los trabajos de Antonio Gaudí y de Ferdinand Cheval nutrieron las peculiares formas de la casa.
Para su construcción, O’Gorman eligió un terreno en el Pedregal de San Ángel, al sur de la Ciudad de México, y utilizó una gran variedad de materiales, como piedra volcánica y tabique rojo, sin embargo, lo que dio el toque característico a esta edificación fue la incorporación de una cueva formada a raíz de la erupción del volcán Xitle.
Su ubicación en una extensión de roca volcánica determinó sus formas y acabados finales, pues O’Gorman buscó imitar la naturaleza de la zona para lograr un cuerpo arquitectónico en armonía con el entorno. Asimismo, O’Gorman se inspiró en las construcciones de las civilizaciones mesoamericanas que estaban destinadas a usos religiosos y en las cuales diversas figuras escultóricas y mosaicos eran integrados a la arquitectura, por ello la decoración interior y exterior representó a diferentes dioses y símbolos de las culturas prehispánicas de México.
Los muros de la casa incluían a los dioses Quetzalcóatl y Tláloc, así como soles, lunas, caracoles, mariposas, jaguares y un águila, entre otras figuras. Asimismo, la entrada principal de la casa, cuya forma recuerda al denominado Arco Maya, estaba flanqueada por dos Judas o guardianes, mientras que la fachada estaba decorada con murales de piedras de colores naturales provenientes de diferentes regiones del país. La monumentalidad y particularidad de esta obra hicieron que la construcción fuera catalogada incluso como un ejemplo de la arquitectura surrealista en México.
La casa contaba con una planta baja, un primer piso y diez módulos en total; en ella se encontraba una estancia, un cuarto de servicio, una cocina, dos recámaras y una terraza en la planta alta2. Este espacio, que se convertiría en la residencia de su familia, pues ahí vivió con su esposa la pintora Helen Fowler y su hija María Elena, fue pensado por O’Gorman como un laboratorio en el que pudiera experimentar libremente sus ideas sobre la arquitectura, así lo planteó en las declaraciones que dio durante una entrevista para El Universal en 1952:
“Es demasiado rara para los mexicanos, pero a lo mejor inicia una nueva tradición regional. La mayoría de los mortales, quizá, tenga su casa por un castillo, pero el arquitecto a menudo considera la suya como un laboratorio. Para poner a prueba sus ideas sobre la vivienda, él y su familia son capaces de comer en semicuevas, usar sillas de pedestal, dormir en recámaras subterráneas y cultivar jardines murales”.
Asimismo, O’Gorman consideraba que las características de esta obra arquitectónica respondían al “arte auténtico de América”, razón por la que su obra era “un ejemplo de arquitectura a tono con la corriente de arte mexicana, nacional y regional”, por lo que dicha construcción representaba la “antítesis del llamado estilo internacional y de todo aquello que significa lo que se llama hoy en México arquitectura ‘moderna’”3.
En ese sentido la Casa-cueva, como señala la historiadora del arte Adriana Sandoval, fue pensada por O´Gorman “como un ensayo de arquitectura orgánica fue presentada, también, como una protesta en contra de la civilización y, quizás, fue vivida por el artista como una gran catarsis al derivar, no necesariamente, de la arquitectura como orden sino de la arquitectura como orientación frente a lo indómito, lo agreste y lo desconocido”4.
Para Sandoval, la construcción de una obra como esta, tan lejana a los estándares establecidos del siglo XX, “se sostiene en el desamparo de toda una generación que frente a la industria, la avaricia, el crecimiento poblacional desmedido y la falta de un orden en tan espontáneo paso por el presente se tradujo, de igual modo, en plegarias creativo-emocionales como las de Mathias Goeritz en construcciones como el Museo El eco, en la representación del silencio y la plegaria de la arquitectura de Luis Barragán y en la revaloración de los materiales locales para la construcción de habitaciones modernas en el caso de Max Cetto”5.
No obstante, a pesar del hito que representó esta construcción, la Casa-cueva dejó de existir, o mejor dicho, fue modificada de tal forma que ninguna de sus características se conserva actualmente. En 1969, por cuestiones económicas, Juan O’Gorman decidió poner en venta su emblemático hogar y éste fue adquirido por la artista plástica Helen Escobedo. O’Gorman aseguró que los compradores de la casa se habían comprometido a no demolerla, sin embargo, en palabras del propio arquitecto, la casa fue destruida y con ello se eliminó la obra arquitectónica.
“Con la pretensión de realizar obras maestras, resultará una casa común y corriente y temo que será algo vulgar, sin el menor interés arquitectónico. Perduran, solamente, las fotografías a colores, que muestran los mosaicos en los muros interiores como exteriores”, señaló Juan O’Gorman en un texto titulado La venta de mi casa de San Jerónimo No. 162 a la señora Helen Escobedo y la destrucción de la misma por ignorancia6.
Además, puntualizó: “Me parece extraño que un artista como la señora Helen Escobedo haya hecho un acto de destrucción semejante. Quizá sea muy importante la influencia de su amigo el arquitecto, o bien el deseo de figurar con mayor importancia de la que tiene tal vez la haya impulsado a cometer ese acto de destrucción innecesario”.