*Eréndira Zavala C*
La diversidad de sabores y la cultura se encuentran en cada rincón de la gastronomía mexicana, allí, se encuentra un dulce con un sabor único: el ate, que ha encantado a muchas generaciones, como una muestra del ingenio y la tradición artesanal de México.
El ate es un dulce tradicional hecho principalmente de frutas y azúcar, presentado en forma de una pasta espesa o gelatina, que puede ser cortada en bloques o moldes decorativos. Tiene una textura firme y un sabor intenso que le permiten ser ofrecido en cualquier ocasión, desde celebraciones festivas hasta meriendas casuales.
Su origen se remonta a nuestros antepasados, donde se utilizaban técnicas de conservación de frutas para asegurar su disponibilidad durante todo el año. En la época prehispánica, los mayas y los mexicas ya conocían métodos para procesar frutas y convertirlas en dulces, pero fue durante la colonización española cuando el ate, tal como lo conocemos hoy, comenzó a tomar forma.
La influencia europea introdujo nuevas formas de elaboración y con el azúcar, se perfeccionó el proceso de producción del ate. A lo largo de los siglos, esta tradición ha evolucionado y se ha mantenido viva, especialmente en las regiones del centro y sur de México, donde las recetas familiares se transmiten de generación en generación.
Una de las maravillas del ate es su versatilidad y la amplia variedad de sabores que ofrece, los más tradicionales incluyen: el ate de guayaba, de los más populares; de membrillo, con un gusto ligeramente ácido; y de tejocote, también conocido como manzana de la tierra. Sin embargo, existen otros sabores como manzana, pera, durazno, perón, ciruela, chirimoya, higo, mango, nopal o dátil.
Cada región de México tiene su propia variante al utilizar frutas locales y técnicas tradicionales que, con la creatividad de los productores, han dado lugar a combinaciones innovadoras, como el ate de frutos secos o mezclas de frutas exóticas.
Su elaboración es un proceso de paciencia y habilidad: primero, se seleccionan frutas maduras y se cocinan a fuego lento con azúcar hasta obtener una consistencia espesa que se vierte en moldes y se deja enfriar y secar.
El ate puede disfrutarse solo o acompañado de queso, con una taza de café o una bebida tradicional, como postre o aperitivo, comprarlo para sí u ofrecerlo como regalo. Un dulce que ha trascendido al tiempo y que representa una experiencia cultural dentro de la riqueza de las tradiciones mexicanas.