*Eréndira Zavala C*
Durante mi carrera universitaria tuve la increíble oportunidad de viajar por varias partes de México, la licenciatura en turismo exigía conocer distintos sitios y costumbres, y con la seguridad que dan los veintitantos años, me sumergí en las experiencias únicas e inigualables que la vida en la facultad me ofreció.
A través de ellas descubrí lugares inolvidables y ricos en tradiciones, con la avidez de la juventud me llené los ojos y la memoria de paisajes espectaculares con las Lagunas de Montebello, de costumbres diferentes en “la regada” de Juchitán, de playas de belleza única como Balandra, de ciudades perdidas en el tiempo como Santa Rosalía, o terriblemente modernas como la cosmopolita CDMX.
De ellos y más, conservo innumerables recuerdos y aprendizajes que llevo conmigo cada vez que tengo oportunidad de recorrer este México mágico, a veces tan menospreciado al compararlo con el extranjero, cuando en su tierra existen tantos tesoros por descubrir.
Uno de los viajes que más me impactaron por su bagaje cultural es San Juan Chamula en Chiapas, que conserva un aura de misticismo indígena complejo; se encuentra a pocos kilómetros de San Cristóbal de las Casas, su principal edificio es la iglesia de San Juan Bautista y frente a ella se abre una plaza donde se llevan a cabo importantes eventos de la comunidad. Todo lo que ocurre en el poblado es vigilado por policías o “mayoles”, quienes visten un “chuck” o cotón de lana blanco, a diferencia de las autoridades que los usan de color negro; las mujeres usan faldas negras de lana y huipiles blancos, la mayoría descalzas, cobijadas solo por un rebozo.
Para ingresar a la iglesia, debí vestir pantalón y sudadera para no mostrar brazos ni piernas, y una conducta intachable sin risa ni comentarios; después de pedir permiso al mayordomo y pagar una cuota, guardé mi cámara fotográfica en la mochila para evitar una multa o en el peor de los casos, ser encarcelada por violar sus usos y costumbres. Entonces comencé un viaje misterioso con olor a copal y mirra, entre las únicas luces de las de cientos de velas encendidas en cualquier lado del templo; un espacio donde no hay bancas y el piso está cubierto de agujas de pino para aquellos que hincados rezan en lengua tzotzil acompañados de botellas de refresco como ofrendas. Los santos que adornan las paredes laterales les cuelgan espejos y son mutilados y volteados si no cumplen con las peticiones que se les han hecho. En el altar principal alguien oficiaba misa, mezcla de los mundos católico y maya, con palabras y cantos fusionados y el degollamiento de una gallina para cerrar la ceremonia.
La visita es un choque cultural a los sentidos, sofocante de principio a fin, atemorizante. Salir de la iglesia tuvo una grata sensación de nueva libertad y alivio después de conocer tantas costumbres tan distintas a las habituales; San Juan Chamula representa un universo aparte del México actual, su tradición cultural es vasta y rica en detalles, un viaje que, al paso de los años, me acompaña como recordatorio de lo que aún me falta por conocer.