Al comenzar noviembre, en un tiempo que transita entre el fin del ciclo agrícola con las cosechas y las festividades de muertos, la comida se presenta como ofrenda a los seres queridos o a las personas admiradas en vida que, en algunos pueblos como los chontales de Tabasco, se extiende durante todo ese mes.
Esta forma de oblación despliega un abanico de orígenes e intercambios culinarios sucedidos entre el Viejo y Nuevo Mundo, entre las culturas prehispánicas, europeas y afro; trueque que este año será tema medular del VII Encuentro y Seminario Permanente Cocinas en México, motivo por el cual, sus coordinadoras, Edith Yesenia Peña Sánchez y Lilia Hernández Albarrán comparten una “rica botanita” de los alimentos que ofrendamos durante el otoño, como preámbulo al banquete de conocimientos culinarios al que convocan del 24 al 26 de noviembre.
Lilia Hernández expone que antes de la llegada de los españoles existían diversas ceremonias y celebraciones asociadas con la muerte, una de ellas se efectuaba en agosto, la fiesta de los descarnados, la cual coincidía con el ciclo agrícola del maíz, la calabaza, el garbanzo y el frijol, en la que los productos cosechados eran parte de la ofrenda.
Por otra parte, la Iglesia católica celebra el 1 y 2 de noviembre (día de todos los santos y fieles difuntos). En México ambas visiones se sobrepusieron. Por ello, explica la antropóloga, algunas fechas de celebración son variadas: existen zonas indígenas y rurales en las que dicha conmemoración inicia a finales de octubre y se extiende al 3 de noviembre o todo ese mes, caso de los chontales de Tabasco.
La movilidad de la fecha en comunidades indígenas, afro y equiparables se debe al fin del ciclo agrícola, el cual abarca desde finales de septiembre y se extiende hasta finales de octubre, en los que suelen terminar las cosechas, por lo que esta época, la cual coincide con el otoño, se considera como un momento de transición entre el fin del periodo agrícola y la fiesta de muertos. En ese sentido, esta celebración conjuga el significado de la tierra, la vida y la muerte como una continuidad de un ciclo del que la humanidad forma parte.
El alimento como ofrenda divina
La comida juega un papel importante en la ofrenda. La antropóloga Yesenia Peña refiere que en ella es común encontrar maíz (en muchas presentaciones como las tortillas, atoles y tamales), chayote, frijol, calabaza, chile y pan, algunos incluyen guisos de carne de res, cerdo y pollo, así como huevo y queso, además de frutas, sobre todo de temporada, las cuales varían de acuerdo a cada cultura.
Hay casos en los que los ingredientes o la forma de elaboración tienen un sentido particular, explica la especialista en cocina tradicional al dar como ejemplo el caso del nakatamal, en la zona purépecha, citando a Godínez T: “se cree que es un tamal expreso para recibir a las ánimas o muertos, donde cada elemento de su preparación tiene un significado especial: su hoja representa la mortaja; la masa y la carne simbolizan el cuerpo: y la salsa, la sangre que tuvo la persona en vida”.
Yesenia Peña también menciona el pan, el cual alude al trabajo y el don obtenido que se ofrece como alimento, aunque algunas personas le otorgan un significado cristiano como representación de la eucaristía.
Los alimentos ofrendados en comunidades indígenas, afrodescendientes y equiparables suele ser fruto de la siembra y cosecha, destaca Lilia Hernández. De ahí que el pan y cualquier alimento ofrecido tiene el sentido de don, agradecimiento y, a la vez, de petición de ayuda, porque la reciprocidad que existía en vida con los seres queridos se extiende más allá de la muerte.
En el Valle del Mezquital acostumbran colocar en la ofrenda el zacatamal, mientras que en la Huasteca, el zacahuil. En Yucatán ponen chachacwaj y mucbipollos (tamales redondos y bollos cocidos en hornos subterráneos); en Michoacán son típicas las corundas, y en Oaxaca no falta el mole.
Los nahuas de Jalisco colocan tamales de elote y de salsas con ejotes, mientras los mixtecos y tlapanecos los hacen de hongos y peces. Mención especial tienen los chontales, quienes utilizan cierto tipo de hojas e ingredientes para hacerlos según la edad del difunto al que se ofrecen.
El mole también se coloca en las ofrendas y varía según la región: negro, rojo, pipián verde… con carne de guajolote, de gallina, de cerdo o de pollo. En algunas zonas una bebida común que se coloca es el chocolate, en la zona totonaca de Veracruz se hace en pasta con figuras antropomorfas o de animales.
El ejemplo más extendido y representativo del sincretismo indígena y español, lo encontramos en las calaveras de azúcar, adornadas con grecas de colores y a las que algunos agregan jugo de limón. Históricamente se considera que su producción puede deberse a la herencia de origen árabe que elaboraba alfeñiques, la cual llegó a nosotros en la Colonia, por medio de la cocina española.
El alimento conjuga muchas relaciones, permite conocer entorno, biodiversidad, agrodiversidad, formas de obtención, preparación, consumo, el gusto, la tradición, si un alimento se consume de manera ritual, para ciertas fiestas o celebraciones y, por supuesto, también muestra las dinámicas y lazos familiares o de amistad y cercanía, dice Lilia Hernández.
El alimento entraña el pasado, cuando abuelos y padres nos enseñaron a engullir lo que ellos comían, tomando un significado especial para nosotros; en la convivencia, también aprendimos lo que les gustaba y disfrutaban. Todo eso se vuelve un acervo, ya sea cultural o personal, el cual se transmite como parte de la identidad: una continuidad de historias y vidas que se entremezclan, aun con la muerte, concluye Yesenia Peña Sánchez.
Los alimentos como ofrendas divinas son un ejemplo de la riqueza culinaria de nuestras cocinas tradicionales. Para conocer más sobre ellas, las antropólogas extienden la invitación al VII Encuentro y Seminario Permanente de Cocinas en México, un festín en el que intervienen académicos, cocineras y grupos de la sociedad civil, y donde no puede faltar el agasajo al paladar en el día de apertura.